Periódico independiente de la provincia de Mendoza

Opinión

La justicia negra

Por Roberto Actis

El título de este domingo, es sólo una simplificación del libro de Tato Young «El libro negro de la Justicia», donde en sus 372 páginas -de muy sencilla, interesante y rápida lectura- se sostiene en la vida de la jueza federal María Romilda Servini de Cubría, quien con sus 81 años sigue ocupando el cargo. Más que «negras», cuenta episodios, anécdotas, hechos y situaciones que describen cuál es la justicia que tenemos en la Argentina, y que en cierto modo contribuye para explicar porque estamos como estamos. Sin que ello exima por supuesto a gobernantes, legisladores, políticos, sindicalistas, empresarios, banqueros, dirigentes y podría seguir hasta ser interminable lista. Es cierto que con distintos niveles de responsabilidad, y tampoco todos por el solo hecho de integrar esos grupos, porque excepciones existen, y tal vez más de las que suponemos. Aunque en verdad todos estos hechos que siguen aflorando cada día nos dejan perplejos. Parece ser que durante el kirchnerismo no se convirtió en súper millonario quien no quiso, oportunidades hubo para todos… y todas. Los casos que ahora saltan en el sindicalismo son para completar el espanto total.

Habría mucho que contar o decir sobre el libro en cuestión, si bien optamos por unos párrafos que tienen absoluta actualidad, mezclando corrupción y mafia. Una breve historia de cuando el asombroso enriquecimiento del matrimonio presidencial debió ser investigado por el juez Ercolini -el mismo que hoy arremete y entonces dejó pasar de largo-, no siendo apelado por el fiscal Taiano, a quien le secuestraron por algunas horas a su hijo. Pero más que resumirlo, mejor veamos como lo contó Young:
«El formidable crecimiento patrimonial del matrimonio de Néstor y Cristina Kirchner originó una primera denuncia contra ellos por enriquecimiento ilícito, que pretendía indagar en la evolución de sus bienes entre 1994 y 2004. Los Kirchner habían pasado de ricos a multimillonarios siendo funcionarios públicos y eso merecía una explicación. El caso había llegado a manos de uno de los jueces nombrados a la llegada de Kirchner, luego de la salida de varios de los emblemáticos de la década del noventa, como Bagnasco, Urso o Liporaci. El juez a cargo era Julián Ercolini, quien no tenía ganas de cargar con problemas y decidió descartar la denuncia y sacársela de encima. El argumento que usó fue un informe del Cuerpo de Contadores de la Corte Suprema, que avalaba el escandaloso enriquecimiento con una creatividad contable insostenible a una mirada objetiva. El caso pendía de un hilo pero podía ser revisado si el fiscal del caso, Eduardo Taiano, decidía apelar el sobreseimiento y recurrir a la Cámara Federal para su revisión. Para eso había un plazo, que iba a vencerse el lunes siguiente a la Semana Santa del 2005. Ese lunes los empleados de Taiano lo esperaban como cada mañana en su despacho del quinto piso de Comodoro Py. Taiano, un hombre delgado y de bigotes antiguos, era un hombre riguroso en sus horarios y solía llegar antes de las 9 de la mañana. Pero ese lunes no llegó ni a las 9, ni a las 10 ni en todo el día.

¿Por qué? Cuando se estaba acercando a la zona de Tribunales, recibió una llamada a su celular. Atendió pensando en algún inconveniente doméstico o en la ansiedad de alguno de sus empleados. Pero lo llamaban para avisarle que su hijo estaba siendo víctima de un secuestro. Esa mañana, al llegar a su escuela de Barrio Norte, el jovencito había sido interceptado por desconocidos que lo subieron a un auto y se lo llevaron a dar vueltas por la ciudad. Dos horas después del llamado al fiscal, su hijo fue liberado en Barracas. No le habían robado nada. Simplemente lo habían secuestrado para darle un susto y conseguir lo que lograron. El fiscal Taiano no fue a trabajar ese día. Y la apelación que se esperaba de él no ocurrió nunca. La causa contra los Kirchner había muerto.

Quien recibió el encargo de controlar a Los Doce (por los jueces federales) fue el subsecretario de Inteligencia, Francisco Larcher, puesto allí por su complicidad y amistad con Kirchner. Patagónico por adopción, igual que los Kirchner, Larcher venía trabajando con el ahora Presidente desde hacía décadas y había diseñado para él muchas de las maniobras más oscuras de su paso por la provincia de Santa Cruz, como desvío de cientos de millones de dólares de las cuentas públicas hacia la banca suiza, una maniobra que nunca jamás llegó a develarse. Pero además era su compañero de travesuras. Larcher era el que llegaba hasta la última parada de la noche, el que encubría sus deslices de amor, el que protegía a la secretaria íntima del Presidente, el que sabía de los acuerdos con los que se decían testaferros del Presidente. Larcher ahora fue llamado a proteger las espaldas del Presidente desde la peligrosa SIDE y encomendó la misión, cuándo no, al mejor y al peor de los agentes: Jaime Stiuso».

Mucho más adelante y quizás a modo de resumen premonitorio, Young dice: «a igual que lo ocurrido cuando cayó el menemismo, la ‘cacería’ de Comodoro Py consistía básicamente en ‘procesar’, esto es, en considerar que existía semiplena prueba de culpabilidad para avanzar en el proceso hacia un eventual juicio oral. Era un ejercicio similar al del perro que muestra los dientes, sin llegar a morder. Los jueces tocaban a los ex funcionarios, los hacían dejar las huellas dactilares en el registro de antecedentes, les embargaban los bienes y hasta les prohibían salir del país».
¿Condenas? Veremos…

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