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Espectáculos

Luces y sombras del periodista de espectáculos más polémico

En «Buenos muchachos», el escritor Diego Gualda cuenta las vidas de Jorge Rial y Luis Ventura, desde sus inicios hasta la consagración en TV y su comentada pelea.

Cuenta la leyenda que a los dieciséis años consiguió un número de teléfono de Jorge Luis Borges. Lo llamó y, por supuesto, tuvo que enfrentar el clásico «bloqueo» que hacen los asistentes y mucamas de las celebridades: Borges nunca estaba disponible para atenderlo. Pero una tarde, tuvo suerte: al otro lado del teléfono, la voz ligeramente ronca del autor de «El Aleph» acababa de atender el teléfono en persona. Entonces, mintió. Se presentó como un pobre periodista con una familia por mantener y en riesgo de ser despedido si no conseguía una nota. El escritor se apiadó y dio la entrevista. Lo recibió en el legendario 6ºB de Maipú 994 y hasta se sacaron una foto que el improvisado entrevistador aún atesora.

La entrevista acabó publicándose en el periódico escolar del colegio La Salle de Florida, partido de Vicente López. Jorge Ricardo Rial —con mucho ingenio, y aún sin haber pisado una universidad— acababa de «graduarse» de periodista. O algo así.

Nació el 16 de octubre de 1961 en el barrio de Belgrano, pero a los cinco meses su familia se mudó a la localidad bonaerense de Munro, un lugar que a lo largo de su carrera habría de mencionar incontables veces, estableciéndolo como parámetro de sus orígenes humildes. Munro, Villa Adelina, Carapachay y Villa Ballester conforman una zona de inmigrantes. Es el lado de clase trabajadora de la paquetísima —y por eso estigmatizada— zona norte del conurbano. Ballester es el gran bastión alemán, con alguna ligera infiltración polaca, aunque los tentáculos del imperio germano se extienden hasta ciertas partes de Carapachay. Villa Adelina es territorio mayormente italiano (de hecho, en esa localidad está una de las pocas escuelas italianas con reconocimiento oficial del gobierno peninsular, la Alessandro Manzoni), aunque hay muchos inmigrantes españoles.

Munro —el lugar debe su nombre al terrateniente británico que supo ser propietario de todo ese territorio— es más parecido a Villa Adelina (Adelina era, a la sazón, la esposa del señor Munro). Aunque desde hace un par de décadas el público general identifique a Munro con los outlets y las casas de ropa de segunda selección, lo cierto es que es un barrio de casas bajitas y cuadradas, de esas cuyo frente termina contra la vereda: es que el inmigrante concentra una prole numerosa y una familia extendida dentro de la propiedad, y no puede permitirse el lujo de desperdiciar espacio en tener un jardincito delantero.

El barrio está mayormente poblado por esa mezcla genética tan constitutiva del porteño y del ser conurbánico: cruza de tano con gallego. Y la familia Rial no era una excepción. Ramón Rial, el padre de Jorge, era un inmigrante español, completamente calvo como secuela del paludismo que se había contagiado durante su servicio militar en España, de profesión carpintero (los mismos inmigrantes suelen admitir, riéndose de sí mismos, que cuando bajaron del barco, eran todos carpinteros o albañiles). Pese al oficio, tenía un almacén en la intersección de las calles Alvear e Italia. Porque tampoco era inusual que, en estas zonas donde la vida era tranquila y, en materia de infraestructura, había poco y nada, muchas gentes de oficios reencarnaran en los primeros comerciantes. Algunos de ellos, incluso, prosperarían tantísimo. En su libro Periodistas en el barro (Sudamericana), el jefe de redacción de revista Noticias, Edi Zunino, cuenta sobre la infancia del personaje en cuestión: «Debe saberse que Jorge Ricardo Rial fue criado a manguerazo limpio. Su mamá, Victoria, una inmigrante española con segundo grado completo, lo hizo crecer convencido que un sopapo, quizás un cinturón bien puesto contra las costillas, puede valer más que cien consejos. Una vez lo intoxicó con lavandina: le tiró un sachet con tal violencia, que el proyectil estalló y el líquido se le quedó impregnado al hijo único durante horas en el pelo y la ropa. Casi no cuenta el cuento».

La casa familiar tenía un único dormitorio —el de los padres—, una cocinita, un único baño y un patio. Al lado, el almacén. A falta de un espacio más adecuado, el único descendiente de Ramón y Victoria Rial dormiría hasta los nueve años en el almacén, en una cama plegable, entre frascos de aceitunas y latas de conserva. Todas las mañanas, apenas amanecía, lo despertaba el ruido de los proveedores que llegaban con mercadería fresca. No fue exactamente una infancia de película. O quizás sí: de una película de Vittorio De Sica. Vivían en la frontera de una marginalidad digna. «Cenaba un café con leche porque ‘a la noche hay que comer livianito’, me decía mi mamá», confesaría Rial durante la presentación de su autobiografía, solo para admitir la mentira piadosa: cuando no había para comer, el café con leche llenaba la panza antes de dormir. «Mamá rellenaba las botellas con agua de la canilla y me decía que era agua mineral», agregaba.

El trato personal era el de esa gente, el de esos tiempos, el de los que habían sobrevivido a la guerra en Europa —la civil, para los españoles; la Segunda, para los italianos— y, con el carácter encallecido, habían llegado a «hacerse la América» o, por lo menos, a alejarse del horror. «Un te quiero a papá hubiera pasado por simple mariconada», narra Zunino, que agrega, como marca de esa vida humilde: «Si logró tener una pelota número cinco propia, fue gracias a la unidad básica del barrio», la de la esquina de Malaver y Mitre, en Munro; un reducto montonero

«Soy peronista, ¿y qué? Me hice peronista el miércoles 1º de mayo de 1974, el día que Perón echó a los montoneros de Plaza de Mayo», narra Rial en su autobiografía. «Tenía apenas 13 años […] Yo estuve ahí […] Cuando llegamos era tanta la cantidad de gente que nos tuvimos que quedar allá al fondo […] Desde allí vimos cómo, de golpe, la mitad de la plaza ‘se dio vuelta’ […] No entendíamos demasiado lo que pasaba. Solo escuchábamos los cánticos de las columnas que abandonaban la plaza y repetían: ‘¡Qué pasa / qué pasa / qué pasa General / Está lleno de gorilas el gobierno popular!’ […] Para qué voy a mentir: yo estaba exultante.»

Cuando los montoneros, armados hasta los dientes, abandonaron la plaza y todo fue caos, el jovencísimo Rial y los compañeros de escuela que habían ido con él corrieron. Cuatro horas de caminata más tarde habían regresado, con los pies doloridos, a Munro. Pero habían pasado un rito de iniciación: «Desde ese momento le tomé cariño al peronismo», confiesa Rial en «Yo, el peor todos» (editorial Margen Izquierdo, 2014).

Aquel peronismo de preadolescente lo marcó. «A mí la política siempre me gustó, de hecho milité en política», le confesaría a Juan Pablo Varsky durante una entrevista para el programa El Péndulo (que transmitía Canal á) en agosto de 2012. «Soy un peronista de barrio, en Munro no podías ser otra cosa que peronista. Voy camino al periodismo político, pero soy un tipo de transiciones lentas.» Con la llegada de la democracia, mientras estudiaba periodismo, militaría en el Partido Intransigente. En 1983, espantado por los candidatos del PJ (sobre todo por Herminio Iglesias) acabó afiliándose al partido del «Bisonte» Oscar Alende porque «era el que representaba, en ese momento, lo que yo sentía como ‘peronismo de izquierda’. Además —y esto es lo más importante, hay que admitirlo— el PI estaba lleno de lindas minas». Esa militancia le costaría la expulsión del Instituto Grafotécnico por pegar pancartas y formar un centro de estudiantes.

Pero, volviendo al pasado más remoto, en 1970, la situación habitacional de la familia Rial mejoraría tras una esperada mudanza a una nueva casa, a pocas cuadras del almacén, donde el pequeño Jorge tendría, por primera vez, un dormitorio propio. Su padre, a su vez, cambiaría de rubro para dedicarse al sector gastronómico, donde haría de todo: desde ser mozo de La Fusta (luego Selquet, en la esquina de Alcorta y Pampa, donde era el mesero favorito de Mercedes Sosa y sus siempre generosas propinas) hasta tener su propio bar —tuvo uno en Pompeya y otro en Liniers— donde el pequeño Rial haría sus primeras armas atendiendo mesas, además de hacerse alguna que otra moneda con pequeñas changas, incluyendo repartir sifones para Pianetti, el sodero del barrio. En sus últimos años, Ramón Rial era el encargado del ya desaparecido restaurante Negro el 11, en Olivos (Villate y Panamericana, un clásico de zona norte donde la carta estaba más cerca de Rico y abundante que de

MasterChef).

Una característica indeleble, una verdadera marca registrada de los inmigrantes italo-españoles de aquella época, era la tendencia a invertir en la educación de sus hijos. Aspiraban a que llegaran más lejos de lo que ellos mismos, hombres de oficio, habían llegado. Soñaban con descendientes profesionales. Así, los Rial, esfuerzo financiero mediante, inscribieron a su hijo Jorge en el colegio La Salle de Florida, aunque «le costaba horrores sentirse un par entre los nenes bien de una escuela privada», afirma Zunino. El mismo Rial confesaría, en el año 2008, en una entrevista para el programa Terapia en América TV que «fui un resentido durante mucho tiempo y no me arrepiento […] Mi resentimiento era energía pura y me sirvió como un método de superación […] Sigo odiando el colegio al que fui, cada momento que pasó y cada cosa que me dijeron». Todo esto en un tiempo en el cual la palabra bullying no existía.

La crianza en un barrio «peronista», el maltrato escolar y la intrepidez de aquella anécdota borgiana son pinceladas del cuadro de carácter del pequeño Rial que, a su manera, empezaba también a descubrir la pasión por el periodismo, aunque nunca dejaría de sentirse culpable por haber logrado, justamente, lo que su padre esperaba de él: tener una mejor educación y soltura económica. Aun cuando estudió en el Instituto Grafotécnico —en su época era casi la única escuela que enseñaba un oficio cuya tendencia era, como todo oficio, la de aprenderlo «en la trinchera»—, su principal lugar de formación fue el almacén de don Ramón, su padre. En las calurosas tardes de verano, descansaba bajo unos tanques de kerosene (el lugar más fresco del almacén infernal), escuchaba Radio Colonia en una Spika —era fanático del conductor Ariel Delgado, con el cual luego trabajaría como columnista, en sus inicios en Radio Splendid— y leía el diario Crónica. Eso mamó desde la infancia: prensa de corte popular, lo cual explica en parte su estilo y el de sus productos.

«Buenos muchachos», de Diego Gualda (Editorial Sudamericana).

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