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Sociedad

Si Néstor viviera, esto no habría pasado

Con sus caras marcadas, sus camperas de cuero, sus autos último modelo, sus casas lujosas, sus poderosas organizaciones, su perpetuo zigzagueo, su olfato intacto, su estrategia de policía bueno-policía malo, su disposición eterna a golpear para negociar para golpear para negociar, el sindicalismo peronista demostró ayer una vez más que es capaz de parar el país. Lo hicieron sobre el final de la dictadura, durante los ochenta alfonsinistas, en algunos momentos del menemismo y ahora, también, se lo hacen a Cristina Fernández. Es difícil saber cuáles serán a largo plazo las consecuencias del paro contundente que se realizó en la Argentina. Sin embargo, a primera vista, hay una conclusión evidente: si se lo proponen, las calles del país quedan vacías, como se pudo ver. Eso, naturalmente, disgusta a los Gobiernos, a los candidatos presidenciales –porque augura que tendrán que sentarse a la mesa con los caciques gremiales– y también a los empresarios, porque el poder de las organizaciones que representan a los trabajadores –aun de las más negociadoras– no es algo que precisamente los alegre.

A diferencia de lo ocurrido en otras medidas similares, esta vez el apoyo sindical casi no tuvo fisuras. No solamente fue respaldada por la CGT moyanista, cuyo líder eligió un inusitado perfil bajo, tal vez para no ofrecer un blanco demasiado expuesto al Gobierno. El sindicato clave en el éxito de la medida fue el de colectivos –la Unión Tranviario Automotor– cuyo nombre indica que su fundación fue muy anterior a la del peronismo. En el paro anterior, el Gobierno le hizo múltiples concesiones a la UTA para que no se sumara. Fue un negocio pingüe para Fernández y los suyos. Y así, el paro se debilitó. Esta vez, no hubo ninguna concesión. Si los gremios de transporte se unifican, ocurre lo evidente: casi nadie va a trabajar, porque no quiere, porque no puede o por una mezcla de ambas cuestiones. Para los memoriosos, vale aclarar que ese núcleo, en los noventa, era el corazón del Movimiento de Trabajadores Argentinos que, con el liderazgo de Hugo Moyano, resistió las reformas neoliberales de Carlos Menem y los suyos.

Pero además de eso, fue muy llamativa la adhesión vergonzante de los gremios industriales más cercanos al Gobierno. La Unión Obrera Metalúrgica, por ejemplo, que está liderada por el líder de la CGT oficialista, Antonio Caló, dejó en libertad de acción a sus afiliados, una posición rarísima para quien se supone que es un líder. El jefe de la UOCRA, Gerardo Martínez, dijo que su sindicato no paraba pero que la medida iba a tener éxito. Una rara manera de oponerse.

El paro de ayer fue el momento de mayor desobediencia gremial al gobierno de Cristina Fernández y, al mismo tiempo, una advertencia para quienes pretenden sucederla: los gremios existen, son poderosos, y pueden parar el país. Son los gremios de siempre. En su mayor parte, burocráticos, sin democracia sindical, con dirigentes que, en su mayoría, son riquísimos, siempre dispuestos a una negociación, pero sensibles a que sus afiliados no pierdan conquistas, aunque más no sea por miedo a que la izquierda les muerda sectores de sus bases, como ocurre en gremios como Smata, Ctera o el sindicato de Alimentación.

El éxito y la dinámica de la medida refleja, además, la progresiva ruptura –también en el área sindical– de Cristina Fernández con la estructura de poder que había diseñado Néstor Kirchner antes de morir. Parece hace un siglo, pero el último acto en el que participó Kirchner fue en el Luna Park y reunió a La Cámpora, de Máximo Kirchner, con la Juventud Sindical Peronista, de Facundo Moyano. En ese acto, Cristina Fernández les recomendó: «Unanse. No repitamos errores del pasado». Durante ese año, Moyano había organizado un acto masivo en River en el que hablaron él y la Presidenta. Para la autoimagen kirchnerista, la alianza con el sindicalismo moyanista era la demostración acabada de que la columna vertebral del peronismo los apoyaba, y cualquier crítica a esa alianza era considerada un síntoma de gorilismo clasemediero. La alianza entre el sindicalismo liderado por Moyano y el kircherismo se rompió definitivamente luego de la elección del 2011, consecuencia tal vez de la muerte de Kirchner, quien hacía de puente entre la presidenta y el líder sindical, y del «vamos por todo», esa consigna que expresaba tan bien el deseo de concentrar el poder en una persona. Muchos sindicalistas, por lo bajo, sostienen que si Néstor viviera, esto no habría pasado. Vaya uno a saber.

La historia nunca termina, pero está claro que ayer quedó claro que uno de los dos sectores siente que trascenderá al otro en el tiempo: no teme desafiarlo, ante la negativa a negociar. Además, esta vez tenía argumentos: durante el último año el salario real se redujo significativamente en la base de la pirámide –ninguna consultora, ni las oficialistas, calculan esa reducción en menos del 5 por ciento– y la manipulación, inflación mediante, del impuesto a las ganancias menguó los ingresos de los que más ganan.

Seguramente, en este momento, en la Casa Rosada, hay posiciones diferentes sobre cómo seguir: el jefe de Gabinete, un hombre del peronismo tradicional, tratará de hacer de puente, pero todo dependerá, como hasta hoy, de la Presidenta, quien no suele ser concesiva cuando le mojan la oreja.  Con todos sus dimes y diretes, sus causas justas e injustas, sus exageraciones, sus dirigentes cuestionables, un paro general es una demostración de que una democracia está viva. Solo en el mundo occidental –donde la democracia existe– ocurren estas cosas. No hay sindicatos poderosos donde hay dictaduras, sean de izquierda o de derecha. Desde que el sindicalismo existe, los paros incluyen medidas para impedir que los trabajadores desobedezcan a sus organizaciones o que los patrones y el estado los fuercen a trabajar.  Los sindicatos –algunos, al menos– ponen límites al poder empresario y político cuando éste intenta ajustar por lo más débil. En ese sentido, lo de ayer, como todo lo que ocurre en estos meses, es una señal que va más allá del 10 de diciembre, cuando el kirchnerismo –le pese a quien le pese– ya no esté en el poder político.

Hay un país que espera al próximo presidente. Para mal o para bien, en ese país están incluidos los sindicatos.

Por ERNESTO TENEMBAUM

Periodista

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